sábado, 19 de marzo de 2011

Lamento...

Esa era una noche especial. Lo notaba en el aire
Lo sentía en la sangre.
Grises nubes se movían en lo alto, mecidas por un suave viento.
Todo alrededor permanecía en silencio... el silencio que tantas otras veces parecia estallar en sus oidos. Precavido, prudente, observando todo cuanto sucedia, cada sombra, cada movimiento.
El sendero que subia estaba estaba bien marcado en el terreno, durante largo tiempo transitado.
Siguiéndolo se llega a lo alto de una loma quebrada, salpicada de desnudos arboles, viejos testigos de hechos pasados.
Empezó a recorrerlo, con calma, lentamente.
Ningún camino es fácil. Tampoco este.
A mayor altura existía un recodo desde el que se divisaba la amplia llanura situada a los pies de la montaña.
Solía detenerse siempre y divisar el horizonte, en esa ocasión borroso por una neblina que caía sobre todo cuanto podía alcanzar a ver.
En ese atardecer sombrío algo a lo lejos le llamó la atención.
Observó, con sus ojos acostumbrados a la oscuridad, el movimiento ràpido entre la bruma de varias figuras, apenas sombras en la distancia, como fantasmas en una noche cerrada. No les dio importancia. Sabía quienes eran y conocía sus propòsitos.
Por suerte, donde se encontraba estaba a solas, alejado de influencias nada deseables.
De hecho, llevaba tiempo solo, y algo había nacido en su interior que le hacía intuir cuando no era así.
La llegada a la cima, era al igual que la noche, especial.
Similar y distinta cada vez.
Una brisa calmada le recibía, un juego de luces y sombras ambiantes lo envolvía mientras andaba entre los árboles y se dirigía al pequeño claro situado en el punto más alto.
Era ese un lugar al que seguía volviendo cada cierto tiempo, aun cuando casi nada cambiaba en el visita tras visita.
Al llegar, levantaba por primera vez en toda la subida su mirada.
Y allí estaba ella, cada una de esas noches. Tan bella como distante.
Tan hermosa como lejana.
Tan deseada como inalcanzable. Tan sola.
En esos momentos, poco más necesitaba que su propia soledad... y su brillante compañía.
Y, alentado por su atracción, repetía siempre el mismo ritual, que a muchos estremecía...
Cerraba los ojos, bajaba la cabeza y , tras concentrarse, lentamente la subía, alzando su voz y aullando un lamento nacido del alma...
El lamento de un lobo.

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